La humildad nos ayuda a ubicarnos. A reconocer nuestros alcances reales: las propias habilidades y debilidades. Es saber respetar a los demás, no infravalorar a nadie, no considerarse superior y mantener una actitud permanente de aprendizaje.
Una persona humilde tiene presente a los demás, considera las necesidades de otros y es capaz de aceptarse “en verdad”. Por ello tiene relaciones más fuertes y sinceras.
La principal forma de enseñar es a través del ejemplo.
Si tu hijo juega algún deporte en equipo, puede aprender a través de la experiencia que no siempre se gana… y quizá uno de los grandes aprendizajes que puede adquirir es a aceptar la victoria y la derrota en su justa proporción: sin ridiculizar ni menospreciar a quien pierde y sin vanagloriarse, cuando gane.
Un buen deportista respeta siempre al rival. Lo felicita si ha sido vencedor y reconoce el mérito del logro.
La humildad es indispensable para aprender a ver las cosas desde la perspectiva correcta y en su justa proporción. Valorar el esfuerzo. Propio y ajeno. Apreciar la verdad: ser objetivos. Reconocer el aprendizaje alcanzado y motivarse a seguir desarrollando las propias capacidades.
Es un proceso de toda la vida, por eso, especialmente los abuelos pueden ayudar a transmitir este valor. Vale la pena aprender a escucharlos y aprender de las experiencias valiosas que quieran compartir.
¿Cómo enseñas el valor de la humildad en tu familia?
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